Según Ferrán Adriá, el director del Festival Documenta, Roger Bruegel, decidió invitarle a la edición que acaba de ser inaugurada porque «la inteligencia artística no depende del soporte». Y así, con esta sencillez explicativa, han montado una colosal operación de marketing que convierte a los cocineros en artistas contemporáneos y a los directores de exposiciones en concesionarios de arte. Todos contentos. Aunque la felicidad plena la alcanzan los dos comensales que diariamente degustan la treintena de «obras de arte» servidas en el restaurante El Bulli de Cala Montjoi, convertido en un pabellón expositivo prolongación de los de la localidad alemana de Kassel. Los afortunados los elige «arbitrariamente» el director de Documenta y, de entrada, la primera exposición se la ha zampado Juan Dávila, artista chileno afincado en Australia. Da la casualidad de que Dávila es uno de los artistas que exponen en Kassel, de tal suerte que uno ve su obra en el pabellón 10 y luego, si se diera prisa, visitaría en el estómago del chileno la obra de Adriá. Claro que Dávila también es muy rupturista y si no fuera porque Piero Manzoni ya inventó las latas de caca, lo mismo nos trata de convencer para que visitemos su retrete. Aquí, el que queda bien es Bruegel, que dice a sus artistas favoritos: «Mira majo, te invito esta noche a cenar, pero no seas ordinario, no confieses que has cenado. Di que te ha gustado la obra de arte».
Todo esto tiene un punto absurdo, el artístico, y un punto real, el del mercado que se mueve tras la idea. De puro elitista se me escapa el sentido artístico; por efímero y restringido me parece imposible calificar de «obra de arte» este experimento mercantil de indudable éxito. La genialidad y la emoción no conducen necesariamente al arte. Hay elaboraciones gastronómicas geniales que emocionan, pero también los hace un avance científico. Y no es arte. O no todavía. Eso sí, vendiendo y cocinando, tanto Bruegel como Adriá son unos artistas. Eso no lo discute nadie.
(Fuente: XABIER LAPITZ-DEIA)